El viejo se quedaba dormido al sol
con su tez morena y entresudada
su sombrero de paja raído
las moscas revoloteando por su cara,
algún manotazo sobre su rostro,
débil, a sí mismo se daba.
La azada inamovible,
junto a la pared de la caseta
sombreada,
sus alpargatas embarradas,
las tierras húmedas dibujando sus
pisadas
delatándole, conquistándo el perfume
que bailaba en círculos por el aire,
el cielo despejado, los naranjos en
flor.
Todo olía a azar, a romero y a
naranjos.
El cuerpo del viejo acompañaba a los
elementos
como un árbol grueso y estirado,
hermoso su cuerpo, sus grietas, su
perfil,
como el tronco dulce de un árbol
centenario
formando así parte del frescor del
paisaje.
La silla hacía años que toleraba su
peso
era firme y fuerte, su señora fiel,
inamovible.
Un día la piel del viejo se volvió
nacarada
como un esmalte pulido y brillante
ya no daba zarpazos sobre su tez
las moscas estaban de fiesta.
Cuando lo encontraron todavía era
bello
su cuero cabelludo brillaba al sol,
se le había caído el sombrero,
se había dejado en los campos toda su
piel.
.
Sus cenizas se mezclaron con los
naranjos,
el azar, la hierba buena, el romero, el
laurel
los caracoles, las flores silvestres,
los rosales.