Poemas del amor y de la
muerte 5
Me encontraba sentada
en un banco del parque,
el sol lucía
sus mas nítidos rayos,
el cielo colorido
subrayaba mi encuentro.
Era un anciano de cutis nacarado
aunque algo sonrosado,
se encontraba en otro asiento
pero muy cerca del mío,
le observé;
sus cabellos de un blanco limpio
aun conservaban matices negros,
su ancho bigote también,
la nariz grande como sus orejas,
una pequeña barba perlina.
Sus ojos como pozos acristalados
me hablaban como un cielo estrellado
cuando lo observas bien.
El anciano se cercioró
de que le contemplaba
y me dedicó una sonrisa
humilde y amplia.
El sol continuaba cayendo
sobre nuestras cabezas
iluminando el rostro del viejo
que continuó risueño
aunque esta vez
no se dirigía a nadie.
Me volvió a mirar
esta vez con cierta seriedad.
Sus hermosos y finos labios,
su frente y cutis marcados
por la fertilidad del paso del tiempo,
había tal brillo dorado
y dulce de membrillo
en sus hermosos ojos azules
que adiviné en un instante
su bondad.
Fue mi voluntad desprenderme
de todas mis joyas,
para dárselas a él,
sentí que ya no me pertenecían
porque en tan solo unos segundos
ya le conocía del todo
ya sabía de que viejo se trataba
y de su sabor a vino añejo.